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Inicio Sin Tiempo

En terapia

mayo 13, 2020
en Sin Tiempo
min de lectura8 min
Nota sin tiempo

-¿Tomó el té?, pegunta la enfermera.
-Dos traguitos, responden desde la cama de terapia intensiva.
Dos traguitos de té.
Es notable cómo cambian el valor de las cosas, del tiempo y de los actos según el momento y la circunstancia que vive cada uno.
Dos traguitos de té no es nada para alguien que cuando pedía una parrillada en algún comedor empezaba por la empanada, seguía con un pedazo de chorizo y morcilla, después un bocadito de chichulín, costillas, vacío, matambre de cerdo, dos costillitas de cerdo más y un corte de marucha. Todo acompañado por ensaladas y papas fritas, más un Latitud 33. Eso sí, el flan casero con crema se convertía en el mejor ejemplo de uno de los pecados capitales: la gula. Y mientras comía se reía, charlaba, miraba al vecino, se paraba para ir al baño, discutía por los chicos o por los K. Y así salía lo más orondo, satisfecho, con un poco de fiaca y algo mareado listo para ir a la cama después de tomar el último té del día.
Así se vive mientras se goza de buena salud y el cuerpo es esa maravilla que permite vivir con total libertad sin pensar que alguna vez la maravilla dice basta y uno se da cuenta de todo lo que hacía y nunca valoraba en su verdadera dimensión.

En terapia
En la sala de terapia intensiva sos otro. Hasta vos mismo te llegas a desconocer. Todo cobra otro valor. Por unos días compartís un nuevo mundo con otros más o menos como vos, desconocidos, nuevos protagonistas que no son tu familia ni tus amigos pero que los necesitas tanto como a ellos. Están todos en una misma sala compartiendo cada uno su problema, neumonías, cirugías, leucemias, traumatismos. Todos imposibilitados y necesitados de cuidados especiales. No nos vemos, pero nos escuchamos y empezamos a reconocernos por la tos, la voz, el llamado al enfermero.
¿Por qué sos otra persona? Porque tenés un cuerpo que no te responde. Y aunque tu voluntad y tu esfuerzo son fundamentales para la recuperación –cuando podes recuperarte-son los médicos y los enfermeros tus nuevos dioses. Atrás quedó la bicicleta, el baldeo de los sábados, las compras en el súper, las caminatas en el Parque, el viaje a las sierras, la limpieza del baño, la peña de los jueves, el fútbol del sábado, el trabajo. Estas ahí, en la sala y tu independencia va de nula a relativa.
No te podes mover sin ayuda. Y cuando te ayudan te duele mucho. Y aunque no te muevas te duele lo mismo. Respiras cortito, rezas, tratas de quedarte quieto y de que los minutos pasen y aunque pasan pareciera que no.
No sólo te cuesta tomar los dos traguitos de té sino que ni siquiera podes toser ¿Te lo imaginas? ¿Cuántas veces toses por día sin darte cuenta? ¿O te ahogas con una miga de pan y no pasa nada? ¿O te pones colorado retando a tu hijo sin darte cuenta del esfuerzo que hace tu garganta? Bueno, ahora, así, operado, no podes toser, ni gritar, ni mover las piernas, ni ir al baño. Hay que cuidarse de todo lo que vaya a producir una carraspera porque si empezás a toser te parece que el cuerpo se parte en dos.
Pero nada termina allí. Tampoco se puede hablar mucho porque si no te llenas de aire y después, para variar, te duele. Hablar, vos que hablas de todo todo el tiempo. Y que encima, al lado de tu cama, está Susana con una pequeña neumonía que sí puede hablar y que saca temas re interesantes para poder pasar la tarde más rápido.
Pero no podes, porque si hablas, toses, si toses, te duele y si te duele, la pasas mal.
Sabes que afuera están todos los tuyos tratando de enviar la energía que necesitas para poder tomar esos dos traguitos de té que son como una Coca en el desierto. Te los imaginas para recobrar fuerzas. Las caritas de tus hijos que te quieren de nuevo en casa, la de tu esposo que trata de no mostrarse asustado, las de tus amigos que no saben qué hacer para mimarte, la de tú papá que debe estar hablando con todo el mundo.
En la sala de terapia intensiva cada pequeño logro se convierte en un éxito. Cuando salís de cirugía te morís por un traguito de agua. Y nada. No se puede tomar nada hasta dentro de varias horas. Entonces, para saciar un poquito esa sequedad , te dan una gasita húmeda que te pones entre los labios y parece un daikiri.
Después hay que tratar de sentarse en la cama y quedar diez minutos con los pies para abajo, levantar los brazos y por fin, poder pararse. ¿Se dan cuenta lo que se quiere explicar? ¿Cuántas veces por día se paran, se sientan, se atan los cordones? Acá, en terapia, pararse es como subir el Aconcagua.
Susana, mi compañera de al lado a la que tampoco veo pero que contagia buena onda, coincide. Lo que para algunos puede ser un gesto insignificante para otros es un acto grandioso, sobresaliente. Y ella lo sabe y lo vive en carne en propia. Tiene un hijo de 15 años con discapacidad. “Todo se vive de otra manera. Que mi hijo se lleve el pan a la boca con su propia mano para nosotros es una fiesta”. Y Susana, con su voz naturalmente alegre, te deja muda. Te dejas de sentir el pupo del mundo y pensas en cuántas mamás como Susana celebran estos pequeños logros. Una palabra nueva, agarrar el tenedor, ir al baño, escribir una letra, poder vestirse solo, subirse al auto, sentarse en la mesa, ver un programa de tele, decir te quiero.
Acá, en terapia, te aferras a los enfermeros y enfermeras. Apenas los conoces pero les sabes los nombres. De a poco te enteras de qué cuadro son, qué música les gusta, quién es la más cariñosa, la más divertida, el fuerte, el más atento.
Estas a su cuidado. Ellos te dan los medicamentos, te controlan los datos vitales, te cambian las sábanas, te lavan, te ayudan a levantar las piernas desnudas, te dan vuelta, tratan de que parezca normal hacer pis en una chata, no se quejan de tu mal aliento.

Yo no era así
Ellos te ven desnudo y frágil, inofensivo como un bebé, enclenque, con el culito al aire y los ojos caídos. Y uno le diría: “te juro que yo no era así. Yo podía andar en bicicleta toda la tarde, cortaba el pasto, nadaba, tenía piernas firmes, limpiaba toda la casa en tres horas y después salía a caminar. Te juro que no tenía esta cara de amargada y que me reía por cualquier cosa. Te juro que alguna vez mi marido deseó y disfrutó de este cuerpo hoy desmejorado y que estos pechos tristes lucían orgullosos debajo de una musculosa sin corpiño. Te juro que alcé a mis hijos, que hice un gol, que podé un árbol”.
Pero hoy sos otra. Y lo que ve la enfermera es una mujer quejosa, que le pide un calmante a cada rato, que mira para otro lado cuando viene el pinchazo para el suero, que habla poco y en voz baja. Que es una hilacha.
Cuando te logras sentar ves la gente que pasa por la calle. Es domingo así que la pollería de al lado trabaja a full, todos pasan con la bolsita con la comida, otro con un ramo de flores, lo vez a Juan Green que sale de su casa justo al frente de la clínica. A vos también te gustaría andar de domingo. En casa, leyendo el diario mientras Jorge cocina y los chicos duermen.
Descubrir América
En los días de terapia pasó algo que vale la pena contar. En tantas horas para pensar cosas raras y de las otras, planificar, prometer, recordar, programar y hasta pensar en que tenes los días contados y todo eso que uno hace cuando estas consciente y en terapia, nunca pensé en algo material. No pensé en un viaje largo, en un plasma para el living, en una cocina nueva, en un auto cero kilómetro, en una par de zapatos. Sólo se me aparecían rostros de personas, los afectos profundos profundísimos y aquellos un poco más tranquilos pero que también te andan alegrando la vida.
A la hora de la visita entraban de a dos y a veces se filtraban tres. Todos te querían contar rápido lo que pasaba en el mundo exterior y al mismo tiempo saber cómo estabas. Entró Alejandro que en sus 19 años apareció el mismo puchero que hacía a los tres; entró Leticia como un día de lluvia con sol, mientras sonreía largaba lágrimas como un payaso; entró Emilia y mi marido para decir que la casa no era la de siempre, entró papá que agarró mis piernas y se puso a masajearlas como buscando un milagro. Todo era amor. ¿Cómo me iba a acordar de las cosas materiales? Todo eran personas. Pensas en salir para volver a ser la compañera que conoce tu marido, para pisar la arena de los azudes con Marta Alicia; a las pileteadas con Ana Inés; a los abrazos de Rebeca; a subir a la virgen con Cecilia; a las discusiones periodísticas con Vanessa, a caminar con el Toté, a charlar con Marco Jure en una esquina, a pelear con el intendente. Me acordaba de los chicos de la Liga, de las compañeras del secundario, del Rosario de Gimena, de la bandeja de Mariana, del gol que me dedicó Alejandro Fara, de los beibiscuit que de tía Elvi y los chales de la tía Tere.
¿Se dan cuenta lo que quiero compartir de esta experiencia? Todos afectos, amores, amigos, colegas, familia, y cuando digo todos, súmense todos porque a todos los pensaba.
¿A qué viene esto? Es que está bueno que los que pueden hoy levantarse de la cama, salir a trotar, ponerse a cocinar, ir al súper, hacer el amor, reírse a carcajadas, abrazar a los chicos, levantarse al baño, ir a las sierras, comer un asado, llevar los chicos al cole, tomarse un cafecito en el centro, cortar el pasto, comprarse un vinito, dar un beso que te llene el pecho y algo más, bañarse con agua caliente, bailar Gilda frente al espejo, puedan valorar que lo importante es el adolescente que te hace renegar el domingo en el almuerzo, la mujer que elegiste para acostarte todas las noches a descansar y algo más, el compañero que se sienta detrás de tu escritorio y que a veces lo odias porque te carga después de un Boca-River, el amigo que juega con vos a las bochas, tu compañera de pilates, tus sobrinos, tus vecinos, tu jefe.

Lo importante
Cuando estás en la cama de terapia, incómodo y dolorido, más frágil y dependiente que nunca, tomando conciencia de que la vida es efímera, que es nada más que un rato, que se puede ir en cualquier momento y empezas a mirar para atrás y para adelante, lo único que aparecen son los rostros, los afectos, los amores, los cariños, las pasiones que construiste y no las cosas que compraste o los problemas que exageraste.
Parece obvio, pero lo cierto es que viendo cómo se vive cada día, no debería hacer falta estar en una cama de terapia intensiva para darse cuenta de que en lo último en que uno piensa cuándo está olfateando la muerte es en las cosas. Sólo aparecen los rostros, los afectos, las sonrisas, las palabras de amor, los apegos, los gestos de ternura. Esas pequeñas cosas que tantas veces miramos con indiferencia sin darnos cuenta de que son lo único que necesitamos.

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