“Debo comunicaros una cosa muy importante, monsieur. Damos todos asco. Somos todos maravillosos, y damos todos asco”. Hay un hombre sentado solo en una mesa y con la mirada perdida. Un desconocido, ebrio y tambaleante, se le acerca y le dice: Damos todos asco. Somos todos maravillosos, y damos todos asco.
La escena transcurre en Seda, la famosa novela de Alessandro Baricco. En la pesada masa de aguas que hay entre las costas de la relatividad y las de la soberbia, transcurre todo lo que me interesa. La condición para habitarlas sea tal vez comprender esa frase o al menos querer jugar un rato con ella cuando estemos demasiado cerca de la moral. Principalmente sobre el inicio: Damos todos asco.
Casi todo lo que nos parecía cotidiano, hoy es extraordinario. Hay una disociación entre nuestra manera de razonar y el modo en el que hemos sido empujados a vivir la vida. Nos sucede, de un modo o de otro, a todos nosotros. Y aun así, en el terreno de lo extraordinario, el modo de narrar la vida sigue siendo sorprendentemente similar: da la sensación de que no podemos o no sabemos abandonar el libreto.
Hay una dimensión de nuestra época pandémica que me trajo aquella frase a la memoria y es algo así como la industria de la indignación. Pareciera imposible narrar, contar o informar sin demostrar indignación. Es un modo de presentarnos ante las cosas que simula compromiso, o tal vez pertenencia, no lo sé.
Recuerdo una entrevista con el periodista y empresario de medios, Jorge Fontevecchia, en el que él argumentaba que la construcción de las noticias y de los canales de noticias, habían tomado la forma que al mercado más le convenía. La segmentación de los perfiles periodísticos debía ser lo más definida posible, encontrar en el escucha o el televidente, al cliente perfecto. Esto los condenaba, entre muchas comillas, a captar porcentajes menores o marginales de la audiencia total, pero absolutamente fieles y satisfechos. Las grandes discusiones o las porciones mayoritarias de las audiencias ya no solo que no eran rentables, sino que tampoco eran deseables. ¿Cuál es, si no, la virtud de generar una comunidad de oyentes o de televidentes?
Desconocer al otro, muchas veces visto como una valentía política (lo contrario de la tibieza), es, tal vez, el más cómodo asiento en el que podamos descansar. ¿Cuántas miradas sobre los hechos nos vienen prefabricadas, predeterminadas? ¿No resulta extraño encender un canal o poner un dial y saber exactamente qué se va a decir? Ahora que tanto resuena la idea de normalidad, ¿cuántas oportunidades como estas vamos a tener para cuestionar, por la fuerza propia de los acontecimientos, a la normalidad? Las prácticas y los discursos sedimentados generan un rancio adormecedor. Hay un exceso de afirmación en cuestiones que no lo ameritan y ante una audiencia que todo lo aplaude.
Todo orden social se fundamenta en la exclusión de otras posibilidades, no existe algo así como una situación de consenso. Lo explica muy bien la politóloga Chantal Mouffe, “las cosas siempre podrían haber sido distintas”, dice. Es decir, nada puede suceder por fuera del conflicto de intereses, o traducido a nuestro mantra cotidiano: la posgrieta es una ilusión absurda. Pero la política, también, es la afirmación de que todo orden es precario, parcial, frágil. Y es en este sentido que vemos que no hay nada más funcional a la normalidad que las identidades fijadas. Como dice la canción de Jorge Drexler: si querés que algo se muera, dejalo quieto.
Cuando leo y releo esa frase de Seda imagino siempre un momento como este. El que lee y el que escribe, o el que habla y el que escucha. Todos argumentando, queriendo ser definitivos. Y entonces llega él, borracho, escandalosamente borracho. Se para frente a todos y lo dice: debo comunicaros una cosa muy importante…