En estos días, la muerte de Ramona y de Víctor, ambos referentes de la Villa 31, invadió la agenda política del país. El 19 de mayo, el presidente Alberto Fernández, expresaba en Twitter su preocupación ante “la situación de los barrios populares porteños ante el avance de la pandemia”. Al día siguiente recibía en la Quinta de Olivos a catorce referentes populares de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y aparecía una realidad que no todos conocíamos, pero que existía.
Aproximadamente a 600 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en la localidad de Rio Cuarto, Córdoba, encontramos una realidad, que también existe, aunque no todos la miren. ¿Qué tienen para contar las ramonas riocuartenses?
Graciela Correa vive en el barrio Jardín Norte desde 1991 cuando lo poblaban apenas 42 familias. Recuerda que se convirtió en presidenta de la vecinal pocos años después haber llegado, en el año 94’ o 95’, cuando la votaron 112 personas de un barrio que comenzaba a crecer y que producto de la incipiente organización lograba sus primeras victorias colectivas como el agua y la iluminación. 29 años más tarde, le toca enfrentar junto a un gran número de vecinos, y fundamentalmente vecinas, una pandemia de escala planetaria sin precedentes.
Al entrar a su casa se observa un cartel que dice: “No pase, golpee. #YoMeQuedoEnCasa”. Me sorprendió leerlo, porque golpear y no pasar es lo que uno habitualmente hace al llegar a una casa, pero al pasar unas horas en su casa me di cuenta que la consigna no estaba de más. Mientras estacionaba la moto que me llevó a su casa, Graciela despedía a alguien mientras le daba un bolsón de mercadería, “todos los días tengo gente pidiendo cosas, no sé cómo voy a solucionar la tarde de hoy que tengo 5 pedidos” me dijo. “Está viniendo gente que antes no te pedía nada” agregó. Su casa era así, la gente se mandaba sin golpear al saludo de “hola Graciela”.
Mientras me ofrecía un café me anticipaba que “la situación es grave, pero sería más grave con el virus instalado”. Ella sabía a qué iba, ya habíamos hablado por teléfono. Rio Cuarto, al igual que Argentina, lleva más de 65 días de Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio, y más de un mes sin presentar contagios. “Acá nos tratamos de arreglar como gato panza arriba” dijo Graciela, con un tono familiar que me hizo sentir su amigo.
La situación de los barrios populares era difícil antes y se hacía más difícil en el contexto de la pandemia “no paro de preguntarme cómo haríamos con el aislamiento si entrara el virus, cuando en una casa con una pieza y cocina vivimos una familia entera, no puedo imaginar cómo sería”.
Graciela parecía hablar y pintar una radiografía completa de cuál era la situación de los y las vecinas del barrio que limita con la Ruta 36. “El albañil que ahora puede salir a trabajar no tiene trabajo. Las empleadas domésticas que trabajan por hora y en negro no tienen un colectivo para ir a trabajar, igual el caso de las que trabajan en geriátricos no registrados. Tuve que intervenir 5 casos de empleadas domésticas que estando en blanco las querían hacer ir a trabajar en plena cuarentena, eso no estaba permitido. Están también los que viven del cartoneo y de la changa diaria”. Trabajadores y trabajadoras de todos los rubros y sectores se ven afectados por la coyuntura actual. “No podemos dejar de lado también a la prostitución, que es la forma que algunas chicas encuentran para llevar comida a sus casas. Tenemos chicas que salen a la ruta y que ahora no pueden salir a trabajar”.
El Estado ayuda pero “el 0800 no te soluciona las cosas rápido, y la gente tiene hambre hoy. Yo puedo estar sin comer pero hay personas que tienen hijos chicos, no pueden estar sin comer”. Escuchar hablar a Graciela es una recibir una cachetada de realidad, de esas que te despabilan y te acomodan las ideas “es brava la situación que tenemos que vivir nosotros los pobres”.
Ya para este momento de la charla, al saludo de un “hola Graciela” se habían sumado la presidenta de la Vecinal Paraíso y Rosita, una de las compañeras que trabaja la huerta comunitaria que vienen trabajando en el predio de la vecinal. Si una decía algo, las otras asentían con la cabeza como queriendo decir lo mismo. “Tener cable es un lujo. Los niños no tienen internet para estudiar. Estamos con ganas de presentar un proyecto para que al menos los chicos puedan usar internet”.
Evidentemente la situación previa no parece haber sido mucho más favorable, pero las compañeras comentan que “al menos antes de la pandemia podías changuear, a los niños los llevabas a la guardería o al jardín, para que comieran en la escuela. Con eso, más una ayuda que le dabas se vivía. A medida que se fue extendiendo la cuarentena toda ayuda empezó a ser poca”.
Con tres mujeres fuertes y preocupadas por sus barrios, el tema del género apareció natural, como el grito de un niño jugando a la pelota. “El rol de las mujeres es importante y una tiene que salir a ponerle el pecho a la vida. Será porque nosotras cómo mujeres tenemos nuestro sufrimiento desde que comenzamos a ser señoritas. Ya estamos con esa fuerza y con ese coraje que una le pone. Yo fui camionera once años, se soldar y aprendí sobre electricidad pero le tengo pánico”.
En muchos de sus comentarios Graciela parece responderle a quienes reproducen prejuicios discriminatorios para con los barrios populares. “Acá todos somos gente de laburo. Pero por ahí vos vas a buscar un trabajo y te discriminan porque sos de tal barrio, porque sos gorda, porque no tenes la ropa adecuada”. Escuchar a Graciela es agradable, habla con un tono fuerte, pero amigable, como quien está diciendo una gran verdad, “nosotras podemos ser desde una buena secretaria, hasta una buena política ¿por qué no?”.
Escuchar la situación compleja y conflictiva que se vive en los barrios pone en jaque a toda explicación reduccionista y determinista, como esas que abundan en los programas de Jonathan Viale o Eduardo Feinman. “A veces se dan cursos de alguna cosa y hay personas que no tienen los materiales para participar o seguir practicando, o simplemente tienen los hijos chicos y no los pueden dejar. Acá no se trata de vagos, tenemos que recurrir al Estado porque muchas veces no queda otro remedio”.
La alimentación se garantiza en parte por la ayuda de mercadería que recibe la vecinal desde la municipalidad para el funcionamiento del comedor, como así también donaciones de leche y pañales para los más chiquitos. A veces “la gente prefiere la comida hecha porque no tienen gas para cocinar, ni heladera para guardarla”. Durante la cuarentena “queres ir a comprar más barato a un supermercado y no tenes cómo trasladarte”. Y se fomentan algunas experiencias colectivas como el armado de huerta comunitaria y algunas manufacturas de diversos tipos para ser intercambiadas o vendidas.
El escenario que se viene, no parece ser mejor, pero hay claridad en lo que habrá que enfrentar “por suerte todavía no hemos tenido el invierno”.
Con no toda la ayuda del Estado que se esperaría, parece haber algo que sostiene la vida y a estas mujeres en el frente de batalla. “Si llamamos a la gente, viene y participa. Es lo que más desea la gente ahora, armar un té, un bingo, presentar algún proyecto, organizar alguna ollada”. La organización y los lazos de solidaridad entre vecinos y vecinas del barrio, sumados a los actores externos a la comunidad que puedan vincularse, sirven para enfrentar los problemas concretos que se presentan día a día. “Estuvimos invitando a los vecinos a descacharrar por el dengue, nosotros tratamos de mantener el pasto corto desde la vecinal”. La impresión es que se hace magia con lo que se tiene. “Escuchamos que tenemos que tener limpio todo, pero no tenemos los productos para limpiar. Un pan de jabón te dura dos días y te cuesta 50, 70 pesos acá en el barrio”.
Cambiando los nombres propios de esta crónica, y los modales culturales, parece ser la radiografía de cualquier barrio, de cualquier ciudad, de cualquier provincia, de cualquier país del mundo. La pandemia desnudó un perverso sistema económico que distribuye la riqueza de manera injusta, y que al parecer una forma de enfrentarlo, es proponiendo nuevas formas de reproducción de la vida, como lo son algunas de las experiencias de organización que se pueden ver en cualquier barrio, de cualquier ciudad, de cualquier provincia, de cualquier país del mundo.
“Soy creyente en el universo” me dice Graciela, y entonces pienso que creer en algo no es tan malo. “Vivimos pidiendo plegaria para que el Covid no llegue al barrio. Rogando que el sol brille para no prender la estufa, rogando que no llueva”. La saludo con el codo y le agradezco por la charla, quedamos en que la vendría ayudar algún día de estos con la preparación de la comida. Mientras vuelvo en la moto, y el viento y la tierra me pegan en la cara, pienso en Graciela, en Ramona y en todas las compañeras que día a día, en cada rincón del mundo, con amor y organización, están venciendo al tiempo y construyendo un mundo más justo que crece desde el pie con la fuerza de la historia.
El qué dirán y el autoconcepto
Vivimos a tono con las preferencias y juicios de los demás. Hacemos el “querer” de otros, en lugar de...