Hace ya dos semanas, Otro Punto intentaba establecer un canal de conexión entre la realidad que se vive en hospitales o sanatorios y la percepción social de eso que parece no advertirse sino hasta que nos choca de frente. Enfocado en la postura de este periodista, la de apuntar contra los negadores del Covid e irresponsables sociales que bordean la criminalidad, quizá me olvidaba de preguntarme cuándo fue que comencé a percibir al virus como lo que es. La búsqueda de una respuesta clara me brindó herramientas para comprender (no justificar) por qué muchos todavía se comportan como si esto nunca hubiera pasado o como si el brazo letal del Coronavirus nunca los fuera a tocar.
La primera vez que sentí en primera persona de qué se trataba este lío fue el 9 de febrero de este año, el día en el que nos confirmaban (a mí y a mi pareja) que Rubén había fallecido. Él era mi suegro, un tipo fuerte (de cabeza y corazón) que a los 58 años perdió la batalla más dura de todas las que se dan por estos tiempos. El virus lo consumió por completo en menos de dos semanas y ese ser lleno de vida se apagó junto con el espíritu de toda su familia, la que hasta pocas horas antes de su partida se esperanzaba con abrazarlo de nuevo.
Recordaré cada momento de ese calvario, desde el primer testeo positivo hasta el triste final. Lo que pasó en el medio cambió mi cabeza y mi vida para siempre de una manera que todavía estoy tratando de procesar (aunque quizá nunca termine de hacerlo). Es así como, revisando entre el material para realizar esta publicación, comenzaba a desandar ese interrogante que me planteaba y cuestionaba la crítica automática hacia quienes todavía no comprenden el impacto del virus. Es que quizá ese también fue mi caso, porque hasta casi un año después que el mundo ingresara en esta era oscura de su historia, ni siquiera yo comprendía en su totalidad la conmoción que generaba esta enfermedad y las vidas que cambiaba para siempre.
El comportamiento social responsable está lejos de ser espontaneo, por lo que el camino hacia él debe atravesar múltiples etapas. Lo ideal sería que no cueste tanto comprender la importancia del cuidado y el actuar preventivo, pero a un año y tres meses del comienzo de esta pandemia todavía observamos que la actitud desafiante frente al peligro es más resistente de lo que creíamos. ¿Qué pasaría si cada vecino y vecina pudiera ver más allá de la fría estadística? ¿Cómo comprender que cada muerte por Covid es algo más que un número? ¿Acaso nos tiene que tocar de cerca para comenzar a cuidarnos?
La muerte, algo lejano
El ser humano se arriesga en la vida porque son más las veces que se impone el “a mí no me va a tocar” que surge como cura a la enfermedad del miedo. Pero una cosa es el miedo a manejar un auto o arrojarse en tirolesa a toda velocidad y otra muy diferente es el que ha generado la pandemia, donde una equivocación puede resultar en un camino hacia la fatalidad. Es por eso que se han generado reglas y formas de convivencia que luchan contra ese factor de riesgo, algo que sin embargo todavía cuesta implementar.
Filas de supermercado repletas, una decena de personas en el interior de un pequeño local comercial del centro riocuartense, una caminata sin barbijo por plaza Roca y las juntadas entre amigos que siguen ocurriendo con la música bajita. ¿Acaso un error de ese tipo puede provocar una fatalidad? La probabilidad existe y es cada vez más alta, mientras se observan guardias de hospital repletas de pacientes que experimentan los cambios que el Covid tiene preparados para su cuerpo. Si ese miedo existe, ¿por qué muchos se niegan a aceptarlo?
Para alejarme del prejuicio inicial, inicio un dialogo con el politólogo, investigador y docente de la Universidad Nacional de Río Cuarto, Santiago Polop, un pensador que me ayudó a recorrer el camino atravesado por los contrastes de esta cuestión. Para él, el porqué está en la percepción de la fatalidad, en cómo se para el sujeto social frente a la muerte.
“Todas las culturas organizan la vida alrededor de la muerte pensando en la finitud de las cosas. El problema es que ahora parece que se nos hace imposible representarnos en la muerte y creo que eso tiene que ver con nuestro modo de vida en un sistema donde la vida es sostenible a cambio de una mercancía”, responde Polop. Hay algo del capital que genera reglas específicas y tan validas como las sanitarias, las reglas del mercado y lo vital de su efecto en nuestra cotidianeidad. Este parece ser el problema cuando se juzga a las medidas que se toman para afrontar esta crisis sanitaria, cuando el cuidado de las vidas queda en contraposición al cuidado de la economía (y viceversa).
Para el politólogo, la situación de la pandemia expone tres dificultades. La primera de ellas tiene que ver con la forma en la que los sujetos interactúan con la muerte al mismo tiempo que lo hacen con la interrupción de la vida económica y la circulación social, donde a primera vista la población parece más movilizada por esto último. “Hay una organización previa de nuestras sociedades para enfrentar una pandemia, que básicamente es la vida económica de los sujetos, que no se trama en una noción de lo común sino en la del éxito individual. Esto, si uno se lo pone a pensar, va en contra de la supervivencia de las especies. Otras especies se adaptan y se organizan para conservar la vida”, analiza.
Entonces, ¿somos una especie que atenta contra su propia supervivencia? Allí es donde Polop apunta a lo que considera una segunda parte del problema, basado en la dificultad para incorporar al otro. “Esta misma cultura, de sociedad atomizada y sujetos económicos, acepta una lógica de distancia con el otro. El otro me ralentiza, es una carga, me hace preguntar por qué cuidar a alguien que no soy yo. Esto genera una dificultad fuerte para empatizar, para incorporar al otro como co-constitutivo de la vida. Se lo pasa a ver como un enemigo, como una carga sobre la cual no se tiene ningún tipo de responsabilidad”, explica.
La tercera dificultad planteada por el docente apunta al concepto de la libertad. “Forjamos nuestra vida de acuerdo a ciertas limitaciones para hacer lo que se quiere. Es por eso que yo creo que se ha confundido la concepción de libertad, donde se piensa que es hacer lo que a uno le da la gana. Esa concepción es anti orgánica, que atenta al funcionamiento como especie. Hay una dificultad para asumir los límites, que hay fines y bienes que exceden al individuo”, resume Polop, volviendo a la pregunta sobre el atentado contra su propia especie.
Más que un número
El último informe epidemiológico que brindó la Municipalidad de Río Cuarto (fue el jueves 3 de junio) reveló que la ciudad registraba 268 fallecimientos por Covid desde el comienzo de la pandemia, una cifra que siguió aumentando hasta la fecha. Los optimistas, quienes pretenden que esa realidad no se transforme en miedo, apelan a las tasas de mortalidad para revelar que el porcentaje de muertes entre contagiados “es muy bajo”. Con esto quiero decir que la muerte de un familiar, como la de mi suegro y tantos otros seres queridos, entra en una cuestión de probabilidades que no le hacen honor a la vida que tuvieron. De hecho, cuantificar esa muerte sin darles nombre ni historia me parece la más profunda falta de respeto a esas vidas que ya no están y a sus familiares que los lloran cada día.
Resulta ser que morir o vivir luego del Covid se reduce a un número de probabilidades estadísticas, variables que sin duda se deben tener en cuenta, pero no para explicarle a los familiares que algo así podía pasar, que “faltó suerte” para superar los porcentajes. De la misma manera, Polop analiza que los factores numéricos son la forma más simplista de expresar por qué los comportamientos sociales irresponsables con el cuidado de la salud pueden o no repercutir en la vida de otra persona.
“Se puede pensar que hay algunas pocas chances de contagiar o matar a alguien si no hay comportamiento de prevención y cuidado. Esa diferencia entre las pocas chances y ninguna posibilidad de morir o matar es inmensa, porque marca la vida o la muerte de una persona”, manifiesta al respecto.
Aquí volvemos a la cuestión que el docente expresa como una problemática grave de la supervivencia humana, la organización de los seres de acuerdo a los números. “En términos de lo cuantitativo, un caso o una muerte ingresa en lo estadístico; pero cuando uno les da cualidad a esos números, les da rostro, les da familia, les da forma de vida, dejan de ser números. El gran tema de esta cuestión es la imposibilidad de contar al otro como un hecho real, algo que nos dificulta pensar más allá de la generalización que ofrecen las cifras. Lo humano queda atrapado detrás de los números”, sentencia Polop.
Un ejemplo de esta cuestión se dio en la primera parte de la pandemia, cuando el miedo a lo desconocido nos llamaba la unión. Entre mensajes de apoyo a los trabajadores de la salud y frases hechas como “de esta salimos juntos y mejores”, la realidad estadística continuaba imponiéndose a los rostros e historias. “Acá tenés que ser famoso para que reconozcan después de muerto”, renegaba un amigo que hacía horas había perdido a su abuelo. En la TV, solo se hablaba de miles de contagios y muertes, pero casi nunca de las historias detrás.
Peor todavía, se empezó a hablar del virus como si fuera algo que solo mataba a los viejos, como si ellos no importaran porque son “el descarte”. Como será de vivo este bicho que al final nos hizo comer una curva tremenda, pensando que los viejos eran los frágiles y que los jóvenes, enérgicos y productivos, nunca lo iban a sufrir. Hoy, las muertes brotan en las franjas etarias de 30 a 45 años, una lección que tardamos en comprender y sobre la que tenemos que seguir pesando.
La amarga espera
Desde el día en el que perdí a un ser querido por Covid, constantemente pienso en un intercambio de mensajes que tuve el día después de aquel triste hecho. En medio del duelo, decidía abrirme a un grupo de amigos con los que comparto muchas cosas en la diaria. “Falleció mi suegro. Cuídense mucho”, les escribí. Luego de recibir varias palabras de acompañamiento y fuerza, un mensaje destacaba por sobre el resto. No habían pasado ni diez minutos de mi noticia que uno de los integrantes de aquel grupo ya estaba organizando un asado. ¿Acaso no habían entendido lo que les estaba diciendo?
Deje de hablarles por un tiempo, entre enojado y triste. No podía parar de pensar en los días previos al triste desenlace de mi ser querido. “Si supieran lo que pasamos, no se hubieran comportado así”, me explicaba a mí mismo. Claro, era eso. Ninguno de ellos había experimentado lo que yo comenzaba a procesar.
Para quienes todavía no hayan pasado por el proceso de tener a un familiar o ser querido pasándola realmente mal por su contagio, hay un par de cosas que deben saber. Cuando ese familiar queda internado, no lo podés ver hasta que no salga recuperado del lugar. Por ende, si ese caso queda en lo que llaman “tasa de mortalidad”, no habrá forma de abrazar a tu padre, madre, hermano, hijo, nieto o amigo.
Los escuetos mensajes de Whatsapp, algun audio que reflejaba el mal estado de su salud y lo peor de todo, los llamados del jefe de terapia a las 2 de la mañana, de esos que frenan el corazón y preparan el camino hacia la inminente noticia de su muerte. Todo aquello es lo que muchos desconocen, situaciones realmente desgarradoras que quizá harían cambiar su opinión sobre muchas cosas. Pero eso no es nada comparado con lo que atraviesa el paciente.
“Me ha impresionado mucho los relatos de la soledad. Cuando uno se enfrenta a la muerte solo, porque la vida nos ha hecho sentir que somos autosuficientes, ocurre algo que nos hace dimensionar lo solos que estamos tanto en vida como en la muerte”, intenta explicar Santiago Polop sobre eso que no podemos comprender los que no estuvimos entre la vida y la muerte, intubados y con un virus que nos come los pulmones. Lo trágico de ese proceso solo lo saben los que pasaron por esa instancia. “Hay algo que probablemente sea un momento de tremenda verdad, de comprender como una muerte sin empatía es peor que la muerte”, reflexiona Polop.
No sos vos, es el sistema
Pese a lo cada vez más visible del caos sanitario que llegó con la segunda ola, a donde vaya todavía me encuentro con voces que hablan de “cuidar a los negocios” antes de “cuidar la vida”. También me encuentro con marchas que cuestionan las medidas restrictivas impulsadas por un decreto presidencial, tildando la acción de anticonstitucional.
Sin ir a lo profundo, la sensación que me queda es la de estar frente a una vecindad que dejó de preocuparse por el efecto mortal del virus y que prefiere seguir trabajando antes que seguir teniendo una vida sana; personas que cuestionan todo intento de volver a la cuarentena y que muchas veces confunden la cuestión con un Boca-River político. ¿Es tan así? ¿Acaso el factor humano fue reemplazado en su totalidad por el instinto de supervivencia económica?
Para responder esto, Santiago Polop me comenta sobre una encuesta/experimento realizado por la Universidad Nacional de Quilmes, en la cual se preguntaba a los sujetos qué decisiones tomaría si fuera presidente o presidenta al momento de llegar una segunda ola Covid.
La mayoría de la gente, prácticamente el 75% de las encuestas, dijo que tomaría medidas de restricción serias. Un 13% dijo que no tomaría medidas fuertes y que implementaría los cuidados mínimos. Si miro estos resultados puedo concluir que la mayor parte de mis compatriotas habrían actuado de una forma similar a la que se dio con la vuelta a Fase 1 de hace unas semanas y que no se dejarían bravuconear por los intereses económicos de los sectores de poder.
Pero lo interesante venía después, cuando se le pregunta a la gente cómo pensaba que la sociedad tomaría sus medidas. El mayor número de encuestados decía que la sociedad iba a reprobar sus decisiones. “Si hay algo que podemos concluir es que la minoría se auto percibe mayoría y la mayoría se auto percibe como minoría”, analiza Polop sobre esta cuestión, considerando que hay sectores minoritarios (espacios políticos, medios de comunicación, etc.) que reconocen el poder de influencia que ejercen sobre las mayorías y están dispuestas a jugar a la ruleta rusa con las vidas de cada uno de ellos.
“En el fondo hay un deseo de cuidado, de entender que toda vida no es canjeable por un número. Sin embargo, todo ese queda solapado debajo del imperio de los sistemas de sentido que hoy nos atraviesan”, considera Polop, quien agrega: “Este no es un problema de la llamada grieta política. La fractura mucho más profunda tiene que ver con la organización del capitalismo, el individualismo, el egoísmo. Lo que vemos en realidad es que más allá de todo esto, el costado humano sigue estando ahí; está sometido, pero sigue ahí”. ¿Podemos culpar entonces al sujeto que se contagia o contagia por no cumplir con las medidas? Polop dice: “De ninguna manera”.
“No se puede responsabilizar al sujeto individual por sus acciones. Uno no puede cargar las tintas en el pibe o la piba que sale a una clandestina. Así como decimos que el sujeto se construye a partir de quien enuncia los mensajes, tampoco podemos decir que el sujeto es libre para decidir. El sujeto elige en base a lo que sucede en su vida particular o al sentido común de su grupo familiar y, por lo tanto, se debe ampliar el registro de responsabilidades. No es alguien comportándose responsable o irresponsablemente, es un sujeto moviéndose en el marco de un mensaje social y un proceso ideológico que lo construye”, analiza.
La imagen que se observa en Hospitales y sanatorios del país, específicamente de Río Cuarto, parecen extraídos del decorado de una película de catástrofes nacida del Hollywood más mórbido. Tal vez esa sea la razón por la que ignoramos lo que nos devuelve esa escena, puesto que se ofrece a mostrarnos algo que ya hemos visto en constructos fantásticos de una era saturada de productos audiovisuales. Pero en esa realidad los únicos actores somos cada uno de nosotros y las acciones que realizamos a cada paso terminan escribiendo un guion que puede finalizar en tragedia.
“Nos tenemos que preguntar qué estamos dispuestas a cambiar para que alguien no muera, no importa si es nuestro familiar o ser querido”, explica Polop. Más allá de las teorías cruzadas, los medios, las roscas políticas y la grieta, la actualidad pide volver a conectar con los mensajes de humanidad que trascendían fronteras y diferencias en la etapa primigenia de la pandemia. Pese a los escollos discursivos que frenan la innegable realidad sanitaria, cada ciudadano está obligado a concluir que no hay solo historias individuales, sino comunidades conectadas e igualmente afectadas por este tramo oscuro de la historia; que en esa aldea global todos hacemos nuestra parte. Será eso, o no será nada.
Por Gabriel Marclé.