Sucedió lo que esperábamos y conocemos: Argentina salió campeona 28 años después de la última gran alegría. El masivo evento televisivo que significa la transmisión de semejante partido tenía dos grandes limitaciones: la imposibilidad de abordar a los jugadores sin barbijos y a cortas distancias y la ausencia absoluta o parcial del público, el segundo más grande atractivo del fútbol. Una ausencia casi total de espontaneidad.
Lo que vimos todos fue lo indispensable, 22 personas jugando al deporte más lindo del mundo. Aún con los decibeles reducidos de la falta de clamor presencial, la dimensión del evento sostuvo la tensión y fuimos millones los que nos mantuvimos en vilo. Pero lo más interesante vino tal vez después, con el necesario cambio de narrativa de los festejos.
Terminado el partido, las más interesantes imágenes y testimonios no fueron ya creación de los grandes medios de comunicación, ni tampoco de la transmisión oficial del evento. Cuando ya el evento deportivo había quedado en el pasado, las imágenes que vimos y recordaremos por siempre fueron las que tomaron los propios protagonistas con sus teléfonos celulares. Al comienzo vimos ¡Por las propias pantallas de TV! las transmisiones en vivo del Kun Agüero que promediaban el millón de vistas en ese preciso instante. ¿Cuántas habrá habido mirando la tele? Un rato más tarde fue Nicolás Otamendi y el conteo marcaba 400 mil. Los conductores de la televisión tradicional apenas exclamaban sobre el sonido ambiente, “mirá”, “no te puedo creer”. La conducción real del evento estaba en manos de los propios protagonistas.
Hace tiempo que la televisión por aire o por cable no encuentra el ritmo ni el contenido que las mayorías parecieran estar deseando ver y escuchar. Esto se refleja también en los bajos y cada vez más bajos niveles de audiencia que captan. Las transmisiones en vivo por las distintas plataformas consiguieron niveles de intimidad -lo contrario al cassette- que no pueden ser equiparados dentro de un estudio, ni tampoco en un reportaje cuidado por más descontracturado que intente serlo. Hay un lenguaje nuevo cuya principal característica es la ausencia de mediaciones. La primera persona contando en vivo qué es lo que está pasando, poniendo en juego su propia intimidad y la de los demás. Los que lo disfrutamos, logramos sentirnos parte, por un instante, de ese lugar inaccesible al que todos, o casi todos, hubiéramos querido llegar. Pero también, y las consecuencias de esto probablemente las desconocemos aún, la transmisión en vivo de la vida acabe por teatralizar la cotidianeidad. Lo vemos también, no solo en los vestuarios, sino en cualquier esquina de barrio o en la mesa de un bar. La casi permanente exposición a las pantallas formatea, en parte, a los propios comportamientos en función de las necesidades estéticas de la pantalla. Tal vez sea una antigüedad, tal vez no. Pero por lo pronto, y de esto no hay dudas, pareciera ser que la cosa será así: es ao vivo, o no será nada.
Por Nano Barbieri.