Hace quince años hice un trabajo de investigación que comparaba dos poblaciones de jóvenes: quienes habían crecido en guetos de riqueza y quienes habían vivido sus años jóvenes en guetos de pobreza. Un contraste extravagante que coincidía en cambio en el diagnóstico: había un acuerdo impensado. Cierto sentido común asociaba a la riqueza con el trabajo y la perseverancia, con el hecho de “hacer las cosas bien”. Y a la pobreza, en cambio, con la consecuencia de haber tomado malas decisiones. Si bien no pasaba desapercibido el origen social, era el discurso del esfuerzo el que sentenciaba las posiciones sociales. El origen te provee un lenguaje, una “pilcha”, pero la diferencia la hace el “esfuerzo”.
En un extraordinario texto de Martín Caparrós sobre el levantamiento policial de 2013 en Córdoba, hablaba sobre el respeto a aquello que se supone que son las reglas. Dice Caparrós: uno de los grandes misterios de las sociedades contemporáneas es que las personas respeten la propiedad ajena (…) todo está ahí, como al alcance de la mano; que no estiren la mano requiere la eficacia extraordinaria de dos herramientas: el miedo, la ideología.
Hace poco un amigo me contó una breve anécdota. Dijo: en un semáforo de la ciudad en donde vivo estacioné al lado de una Ferrari. Miré al que manejaba y los dos teníamos más o menos la misma edad. Él en el auto rojo, y yo en mi bicicleta. Y me pregunté: ¿qué decisiones tomé en mi vida que me trajeron acá y no allá? Probablemente solo se estuviera riendo, pero no es una reflexión extraña. La internalización del discurso del esfuerzo es el mecanismo que naturaliza las distancias sociales y las abriga con un manto de mérito.
Las sociedades multiplican la riqueza y la pobreza. Cuando aumentan los pobres, como en la argentina de hoy, aumenta también el coeficiente de Gini, que esa diferencia porcentual entre el 10% más rico y el mismo porcentaje del extremo más pobre. Van juntas porque es imposible que vayan por separado. Parece una obviedad, pero no lo es.
Y mientras todo esto sucede con la familiaridad de las cosas que más conocemos, aparecen como tantas otras veces, supuestas revelaciones de patrimonios ocultos. Panamá Papers ayer, Pandora hoy. Papers: documentos, pruebas de lo que todos sabemos. Millonarios avergonzados de su fortuna, tal vez, simplemente tacaños, incapaces de vivir sin esconder, máquinas de la acumulación. Islas Vírgenes Británicas, el propio Panamá, Belice, Chipre, Emiratos Árabes Unidos, Singapur, Suiza: distintos nombres de madrigueras.
A muchos de ellos los conocemos. Vamos a verlos en una lista, en un recital, en una cancha de fútbol. ¿Los millonarios merecen respeto? Me lo pregunto en serio, no si ganaron su riqueza, no si hicieron mérito suficiente para tenerla. Me pregunto si merecen respeto.
Yo creo que no.
Por Nano Barbieri, Lic. en Sociología.