Manos en los bolsillos. La mecánica de la vida cotidiana, esa corriente lenta pero constante de pasos abreviados, a veces cálidos por la irreflexión, a veces tormentosos por la enajenación. F. caminaba hasta la parada de colectivos ordenando mentalmente la jornada: primero la casa de los Gomez, después la de los Alcántara y a la tarde volver a casa. Ojalá no venga tan lleno el colectivo, cuarenta minutos para darle al cuerpo un poco más de impulso. Y en eso, donde solo había un diálogo interno, un manotazo le atormenta la oreja, gélida, descubierta, nadie espera la violencia a esa hora de la mañana. El celular, le gritan, el celular. F. resiste por instinto, pero pierde ante dos que primero la agarran y luego la sueltan en pocos segundos, como un tornado. Por fuera del viento, ya en soledad, F. es toda impotencia.
Cierta confianza en la regulación de la vida social a través de las instituciones nos hace pensar en la policía, en la justicia, en la reacción de las demás personas que estaban junto o cerca de F. ¿Por qué suceden estas cosas? ¿Cómo está permitido? ¿Quién lo avala? Esta misma semana a G. le robaron la guitarra, a D. las cubiertas, a J. una mochila solo llena de papeles y trámites que va a tener que repetir. La pregunta por el delito a veces esconde otra, tal vez más inquietante e incorrecta: ¿por qué no robar? ¿Cuáles son los mecanismos que nos alejan de apropiarnos de lo ajeno?
La fragilidad del orden social se sostiene, más que en las leyes (¿cuántos policías serían necesarios?) en la creencia, aún de hojaldre, de que existe algún recorrido posible para correrse de la carencia o en su inverso: en el sentimiento de merecimiento de quienes todo lo tienen. Tanto uno como el otro, digamos, no pasan por su mejor momento. El bienestar y el sacrificio son calles paralelas, en la mayoría de las barriadas. Y entonces, por qué no.
Cuando F. pudo por fin calmarse, se preguntó por qué los pobres roban a los pobres. Y la primera respuesta es estadística: es el 50% del mercado. En ciertas zonas de la ciudad casi no existe a la no-pobreza. Porque las ciudades, también, se fueron transformando en nichos, de pobreza, de riqueza. Al menos en Córdoba, hace no menos de treinta años que se diseña de este modo: ciudades barrio, residencias privadas, barrios cerrados, escuelas privadas y escuelas de pobres, centros comerciales, universidades. El desencuentro es una política de seguridad. Y el desencuentro refuerza, también, la idea de individuos aislados.
Hace pocos años, en ocasión de los saqueos de 2013, Caparrós se hizo estas mismas preguntas en una nota memorable. Entonces, la represión, uno de los dos sostenes del orden, había bajado sus barreras. Hoy, es el aparato ideológico de la desigualdad el que hace todos los esfuerzos imaginables para perder legitimidad. La endogámica rosca política y lo impúdico de la riqueza ponen en riesgo la propia salud de la desigualdad. Repito: la propia salud de la desigualdad. A veces se enmascara en un problema ético, o moral, pero es tan solo sistémico. Son menos los que se preocupan por el otro, sencillamente porque no lo conocen. Del sistema, en cambio, nos preocupamos todos porque nos delimita. Si se rompe, ya no juega nadie. Ni si quiera los que ganan.
Toda violencia es pavorosa. F. no merece nada de eso. Ni G. Ni D. Ni usted. Pero hay una violencia que es fundacional: la máquina de generar insatisfacción y su nombre artístico, la pobreza. Es urgente repartir más y mejor. Incluso para poder llevar el triste mote de miserable.
Por Nano Barbieri, Sociólogo.